El
día de mi cumpleaños aporrearon la puerta de mi pobre apartamento casi
derribándola, era Elsa. Realmente odiaba a esa mujer. Odiaba sus aires de
superioridad, sus “¿qué tal? Ah, no me interesa, solo era por ser amable”, sus
faldas hasta la rodilla, sus camisas impecablemente blancas, sus Manolos bien
acomodados a sus ajuanetados pies (¿ajuanetados, existe esa palabra? ¡Qué
importa!). Simplemente la odiaba. Se acercó a mí con unas cuantas carpetas de
donde tendría que sacar mi próximo paciente. Nunca dedicaba una sonrisa a pesar
de tener los dientes más rectos y mejor colocados que jamás haya visto; aunque
de haberlo hecho, seguramente me hubiera dado un mini-infarto al descubrir su
segunda fila de dientes cual tiburón o sus dientes bien afilados cual vampiro
sediento de sangre.
Normalmente
estudiaba meticulosamente que el paciente elegido estuviera lejos (vacaciones
gratis), no le conociera por nada del mundo (adiós policía) y que no tuviera
familia (o al menos que le quisiese). Pero ese día no tenía tiempo y Elsa me
atosigó para que escogiera uno. Cogí la primera carpeta y marchó aceleradamente
como si nunca hubiera estado allí. Esa mujer llegaba a asustarme de cómo se
movía en esas alturas.
Philip
Williams. Ese era el sujeto que había cogido. Se había intentado suicidar tres
veces oficialmente aunque algunos rumores decían que llegaba a las cinco. Tenía
veintitrés años, un paciente de mi edad, es un poco raro que me asignen gente
de mi edad. Había estudiado en la facultad de Filosofía y Letras una carrera
con un nombre impronunciable, era hacker… blablabla… Vayamos al meollo de la
cuestión, ¿por qué ha de morir según mi empresa? Blablabla y más bla en las
diez páginas siguientes y en la onceava encontré lo que buscaba. Aparte de
haber robado más de cinco millones de dólares en la sede americana y dos
millones de euros en la francesa había matado a un soldado del escuadrón 23-G.
¿23-G? ¿Mi escuadrón? Normalmente no daban ese tipo de información y menos aún
si eres la tipa que se cargó al capitán del escuadrón 22-G para poder pasar al
siguiente nivel.
No
ponía el nombre del soldado. Investigué un poco por mi cuenta, cosa que no me
resultó muy difícil al tener un alcance de seguridad nueve sobre diez. Me quedé
petrificada. La primera foto que salió en pantalla era la de mi padre, más
abajo apareció la imagen de mi madre y finalmente la de mi hermano mayor. ¿Elsa
sabía esto? No, no creo que lo supiera, ella solo es un alcance dos.
[[Este relato fue mi propuesta en el III Concurso de Relatos Cortos "Río Órbigo"]]
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