Antes de abrirla cerré los ojos. Respiré. Metí la mano en la caja. ¿Qué
es esto? Lo saqué y abrí tan solo un ojo. ¡Era LA camiseta! Esa camiseta que
tanto y tanto había insistido para que me la comprara. En realidad una amiga ya
me la había regalado en mi último cumpleaños pero esto no me lo esperaba para
nada.
Me la probé. Gracias a que
siempre compra alguna talla de más, ese día me quedaba como anillo al dedo,
como hecha a medida.
Bajé corriendo a enseñársela a mi
madre, que milagrosamente ya estaba vestida y arreglada para irnos. Me miró
sonriente y esta vez fue ella la que me apremió señalando el gran reloj del
salón adornado con multitud de adornos para la ocasión. ¡Ya llegábamos tarde!
Por suerte para nosotras, desde siempre el aeropuerto y la puntualidad
no es que sean los mejores amigos del mundo, de hecho, podrían ser incluso
enemigos.
Estaba muy nerviosa, Hoy era el
día. Llevaba despierta desde las seis de la mañana.
Recibí un mensaje al móvil de él.
No quería abrirlo, sabía qué decía. Se lo enseñé a mi madre para que lo viera.
Ella me miró triste y me abrazó. “Leelo, a ver qué es lo que dice.”
Con una lágrima rozando ya la
mejilla lo abrí y lo leí “sabía que no te aguantarías” ¡Estaba allí! Mi madre
me cogió por los brazos y me dio media vuelta.
Había un hombre vestido de verde,
el traje del ejército, con unos cuantos macutos a la espalda, ese corte de pelo
que tanto odiaba, esa mirada marina llena de alegría y esa sonrisa en los
labios.
Corrí a abrazarle y lloré.
Lloramos los dos a moco tendido.
Mi madre vino detrás y se unió al
abrazo. Abrazó al hombre que más amaba en este mundo, a su marido, a su amigo,
a su compañero... Abrazó a mi padre.
Sin ninguna duda, este era el
mejor regalo que podía recibir por Navidad.
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