Fui
corriendo a despertar a mi madre. Llegué a su cuarto pisando sigilosamente y
cuando solo faltaba medio paso, me tiré en la cama y grité: “¡BUENOS
DÍIIIIIIIIAAAAAAAAAS!” Casi muere del susto. Ella me dijo aún con Morfeo en sus
pensamientos que era muy temprano.
Llevaba
tres horas ¡TRES! contando las tablas del techo de mi cuarto. Era
suficientemente tarde querida madre.
Recuerdo
que ese día había nevado de una manera espantosa y había dejado una bella capa
blanca por todo el jardín. Las navidades blancas que todo el mundo desea.
Yo
estaba feliz, contenta, no cabía en mí... Por el contrario, mi madre, que ya
iban dos veces que veía fracasar el plan, no quería hacerse muchas ilusiones.
Aún
faltaban más de dos horas, pero apremié a mi madre para que se arreglara
deprisa.
Corrí
hacia mi cuarto cual guepardo tras su presa y cogí el vestido que había elegido
la noche anterior. Ahora que con la nevada cabía la posibilidad de morir de
congelación, el vestido negro no me parecía la mejor opción. Recorrí mi cuarto
con la mirada en busca de algo que estuviera a la altura del día. Vi su jersey.
Me quedaba enorme, pero aún así decidí probármelo. Efectivamente. Allí entraban
sin ningún tipo de problema hasta tres personas como yo.
Busqué
de nuevo. Vi su regalo. El que digo y prometo que nunca abriré hasta verle.
Llevaba tres navidades con ese paquete. Era hora de abrirlo.
Lo
cogí y me tiré en la cama. Le quité el lazo sin pensarlo. Estaba nerviosa.
¿Debía hacerlo?
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